sábado, 6 de noviembre de 2010

PABLO MELIÁN LÓPEZ - 1ºB ME GUSTAN LOS BAIFOS

Hoy contaré una pequeña y terrorífica historia que me sucedió una noche de invierno de 1955. En aquellos tiempos en que las carreteras eran de tierra y las casas de piedra y barro. Me encontraba refugiado de la lluvia en mi casa, lejos de la humanidad en un pueblito lejano, cuando decidí salir a la calle que estaba enchumbada, a comprar uno de aquellos maravillosos quesos de los que me habían hablado; esa noche vendrían a cenar unos familiares a casa y había preparado unas papas arrugadas, unas pellas de gofio, unas piñas de millo y unas costillas, así que sólo me faltaba uno de aquellos quesos. Cuando llegué a la venta, una anciana chocha algo pálida me recibió con una cara no muy alegre, le pregunté amablemente por aquel queso que quería comprar y sin decir nada alargó una de sus envejecidas manos, cogió un queso envuelto en papel chorreante y me lo dio, a continuación se quedó mirándome fijamente como esperando algo de mí, me di cuenta de que de alguna manera me pedía que le pagara, así que saqué 50 pesetas y le pagué. Me encontraba realmente incómodo en aquella venta, el silencio cortaba el ambiente y empecé a agobiarme mientras aquella mujer me miraba sin decir nada.
   Al abrir la puerta, chirrió como si hubiesen matado a un gato y justo cuando iba a salir, la anciana dijo:
   -¡Cuidado con los baifos!
   Asombrado me giré, la miré fijamente y pregunté asustado:
  -¿Cómo?
   -¡Cuidado con los baifos, ellos acechan! –dijo
   Salí de allí con la idea de llegar a casa cuanto antes, pronto vendrían los invitados a cenar y sinceramente aquella vieja me había cortado las ganas de comer.
   De pronto, llegando a mi casa, rodeada de una gran arboleda con una finca cercana de un cabrero amigo de mis abuelos, recordé las palabras de aquella anciana, y al pasar junto a las cabras y baifos de la finca un escalofrío recorrió mi espalda.
   El reloj marcaba las 8 de la noche y mis invitados pronto estarían en casa, de pronto, algo hizo que temblaran todas las ventanas y el tejado de la casa como si alguien estuviera sacudiéndola desde fuera, corrí hacia la puerta y en el momento de abrirla no había nada, todo estaba tranquilo fuera. Al cerrar la puerta sentí como el llanto de un niño de una forma extraña, cercana, cada vez más intensa, hasta que llegué a tapar mis orejas para no escuchar aquellos lamentos que me estaban volviendo loco. Finalmente salí fuera, llovía otra vez, y descubrí una luz floja a la altura del suelo cerca de la finca, me acerqué lentamente hasta ella, mojándome bajo aquella lluvia que no paraba, hasta que cuando estaba a menos de dos metros reconocí a Manolo, el viejo amigo de mis abuelos, que trabajaba en la finca, estaba tirado en el suelo con el quinqué y sangrando por la cara.
   Intenté levantarlo con cuidado y finalmente despertó muy nervioso y me dijo que le había dado un yeyo, que algo le había empujado; lo llevé hasta la casa y tras llamar al médico, me pidió una perrita de vino, y yo cogí dos vasos y puse para los dos. Estábamos nerviosos y mojados.
   Le conté lo que me había sucedido, lo que había oído, aquel lamento que hizo vibrar los cristales de la casa y asombrado me dijo:
   -Los baifos me han salvado
   Mi asombro fue aún mayor al escucharlo, volví a recordar las palabras de la anciana que me había puesto los pelos como escarpias.
   Al parecer los baifos presintieron el dolor de su dueño y me avisaron de lo que sucedía con sus lamentos. Gracias a ellos Manuel está vivo y podemos contarlo.
   A partir de ese momento decidí que me gustan los baifos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Excelente historia, y bien escrita!Nota: 10