jueves, 5 de mayo de 2011

El valiente niño de las tartas. Andrea González Rodríguez. 1ºA.

Hace algunos meses, un  niño llamado Martín, decidió ir a dar un paseo en bicicleta. Como de costumbre, solía pararse enfrente de un local donde vendían helados y como era de esperar se compró uno, le volvían loco los helados y más los de chocolate. Cuando lo terminó de comer se limpió las manos en los pantalones y siguió su camino. Siempre hacía la misma ruta, salía de su casa, subía la rampa, giraba a la izquierda, seguía recto y bajaba por una callejuela, hasta la casa de su abuela, donde se pasaba horas escuchando las hazañas que ella le contaba. Pero ese día pensó que sería divertido ir por otro camino y no hacer siempre el mismo recorrido. Y así lo hizo, siguió por otras calles, hasta que de pronto se percató de que se había parado justo delante de una tienda de animales. Aparcó la bicicleta junto a la puerta y se dispuso a entrar. Allí había muchos animales: perros, gatos, loros, conejos, serpientes… Al entrar se topó con la dependienta de la tienda, y ésta le dijo que tenía nuevos cachorritos de dálmata y que si le interesaba verlos. Martín dijo que sí. Al verlos no pudo contener su entusiasmo por los perros, sobre todo los cachorros, entonces le dijo que cuánto costaban y la dependienta le respondió que no tenían precio, que se los regalaría con la condición de que él cuidara y protegiera a su cachorro, Martín le dio su palabra y en ese momento escogió a un macho, lo metió en una cajita de cartón que le había dado la chica, y le dijo que volvería más tarde para buscar comida y una casetita donde poder ponerlo. Después de esto, salió de la tienda, puso la cajita en la cesta de la bicicleta y comenzó a pedalear con mucho cuidado hasta su casa.
   Al llegar corrió hasta la cocina donde se encontraba su madre y le dijo lo que había hecho, ella no le regañó, porque no le impedía tener mascotas mientras que se encargara de ellas y las cuidara.
   A Martín no solo le gustaban los animales, también le gustaban los experimentos y por eso en el sótano tenía su "guarida" donde hacía sus mezclas y sus inventos. A decir verdad, era muy bueno, sabía cómo hacer que las rosas en vez de rojas fueran verdes o que las sillas se movieran hasta el lugar en el que tú querías, pero sólo tenía un problema, era muy desastroso.
   A eso de las diez de la noche ya había ido a la tienda de animales, había comprado las cosas que su nueva mascota necesitaba y ya le había asignado un nombre, Cliford.

24 meses después…
   Ya Cliford tenía 2 años y había crecido mucho, Martín lo había cuidado como había prometido y lo habían pasado muy bien en los últimos meses.
   Ese día era una mañana como otras en las que Martín hacía sus inventos, pero esta vez le acompañaba Cliford, al ser un perro sólo quería jugar, y sin darse cuenta había hecho tropezar a Martín y de repente ¡PLOF!, todo el mejunje verde se había caído encima de Cliford haciendo así que éste se quedara completamente verde sin diferenciarse alguna de sus manchas. Martín corrió en busca de su madre y los dos fueron al jardín a bañar al perro pensando que las manchas saldrían de su piel, pero estaban equivocados, las manchas no salieron y decidieron no ponerle importancia, pero eso sí, desde entonces todos en el barrio lo llamaban Cliford el perro verde. Ya había entrado la tarde y sonó el teléfono de la casa, lo cogió su padre, Alberto, y cuando colgó dijo que había sido la abuela. En ese momento entró la madre, Luciana (que por cierto antes no había mencionado su nombre), y le preguntó al padre qué había pasado. Este le dijo que la abuela había llamado para decirles que un ladrón había entrado en la casa y había robado todas las tartas que tenía (ya que la abuela era repostera), y que eran para un banquete muy importante que se celebraría en la gran ciudad. Martín había oído hablar de la gran ciudad y pensó que sería muy grave no encontrar las tartas a tiempo. Entonces se le ocurrió un plan, él sería junto con Cliford, el que encontraría al culpable.
A la mañana siguiente le dijo a su madre que iría a dar un paseo con Cliford y que llegarían en la hora del almuerzo. Caminaron hasta la casa de su abuela donde Cliford comenzó a olfatear y a mirar a todas partes, y como avisando a su dueño le hizo un gesto de que le siguiera, caminaron y caminaron, y Martín pensaba que sería porque Cliford habría olido el aroma de las tartas y quería descubrir a qué camino les llevaba. De pronto el perro se paró delante de una casa. Martín tocó el timbre y cuando abrieron la puerta pudo divisar que en el interior de la casa estaba las tartas de la abuela. Le hizo una señal a Cliford y este se abalanzó sobre el hombre que les había abierto la puerta. Pero Martín era como ya he mencionado antes muy desastroso y no pensó en que debía haber llevado una cesta donde meter todas las tartas, entonces no tuvo más remedio que salir corriendo y Cliford hacer lo mismo. Fue a su guarida y encontró algo que les sería muy útil, un espray de invisibilidad, así que se lo echó por todo el cuerpo y a Cliford también, cogió una cesta y volvió a aquella casa, pero para su sorpresa cuando la abrieron sí lo pudieron ver, ya que el efecto del espray había terminado, así que volvió de nuevo a su guarida. Esta vez cogió el espray y lo puso en su bolsillo, cogió la cesta y por tercera vez volvió a la casa. Antes de tocar el timbre se aplicó el espray, se lo aplicó a Cliford y también a la cesta, cuando abrieron pensaron que había sido algún vándalo con la intención de molestar, y no le prestaron atención, cuando cerraron ya ellos habían entrado, y rápidamente Martín había metido todas las tartas en la cesta. Abrió la puerta, corrió hasta casa de su abuela y como ya había pasado el efecto del espray ella los pudo ver. No se lo creía, su nieto había encontrado sus tartas y lo más importante, al ladrón. Sin demorarse ni un segundo llamaron a la policía y en menos de una hora habían arrestado al culpable. Desde ese día Martín y Cliford fueron reconocidos como los héroes de aquel barrio de San Petersburgo, en el año 1468.

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